Las flores emanan hoy una fragancia especial que envuelve mi corazón de un manto de serenidad y sensualidad. Me siento querida, respetada y apreciada en esta tierra nueva para mí cuyo lenguaje me llega profundo al corazón. El lenguaje de los volcanes, de las montañas, de los árboles, de las flores, de los símbolos, de la geología del lugar, de los lugareños y sobre todo el de los niños y los animales.
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Desde este bosque de cedros, encinas, robles, hayas, chopos y pinos escucho a lo lejos el murmullo del riachuelo el cual me refresca los sentidos. El balar y el mugir del ganado, junto al cencerro de las reses, también se escucha como telón de fondo en esta colina divina donde las gotas de rocío embellecen las flores sobre las que se aposentan hasta que el calor las derrite. Eso me recuerda la temporalidad y la fragilidad a la que todos estamos sometidos y que hay que compensar con el amor a cada instante, al amor por la vida en sí misma sin condicionarlo al exterior.
Este valle se engalana hoy de belleza y perfume del alma de sus montañas y es ese perfume el que se funde con la luz de mi alma vespertina que se rinde esta tarde al culto a la vida rural, escuchando el latido de la madre naturaleza. Paseo y cruzando el bosque, penetro en las entrañas de la Tierra hasta llegar a una cueva tan bellamente iluminada que es como si los mismísimos ángeles la custodiaran.
Los rayos del atardecer transforman las paredes de piedra en un lugar bañado de luz celestial donde la magia cobra vida con la voz del silencio. La cueva me da confianza y me siento en postura de sedestación para respirar hondo y llenarme de la paz de este lugar especial donde todo irradia paz y sencillez. Son precisamente éstas las cualidades de los lugareños, aquellos cuya sabiduría más que con las palabras se transmite con sus actos y gestos. La nobleza de su alma no requiere de de alhajas ni de ropa ostentosa sino de una luz pura que los acompaña desde su nacimiento y que han ido potenciando durante el crecimiento y la evolución. Ése es su don divino: el trabajo con la luz de su alma, a la cual entregan su vida y destinan su existencia.
Aquí, en la cueva no preciso de guías pues cada una de las gentes con las que me cruzo a diario es uno de ellos. Resulta como si en lugar de tratar a diario con personas, tratara con ángeles con cuerpo de carne y hueso y ésa es la idea con quien me fundo en meditación, agradeciendo con todas mis fuerzas la valiosa oportunidad de estar aquí y ahora en este lugar donde la principal diosa es la naturaleza y donde lo sagrado se dirige a cada uno de sus elementos.
El canto de la alondra y del ruiseñor me abraza y me recuerda a cuando era una niña feliz, alegre y pizpireta, una niña que por fin ha regresado a mí y me sonríe con ternura e ilusión. Me señala un nuevo camino y lo emprendo.
Autora: María Jesús Verdú Sacases
Texto e ilustración inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual
Técnica ilustraciones: Pastel
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