Las virtudes que debe desarrollar el alma humana en camino de iluminación son la humildad y el desapego.
Humildad no debe confundirse con sumisión o el ánimo de servilismo de complacer a los demás en detrimento de uno mismo y, de igual modo, el desapego no debe confundirse con la falta de compromiso hacia la verdad que uno ha venido a experimentar ni tampoco debe confundirse con la falta de respeto o de sensibilidad hacia uno mismo y hacia los demás.
La humildad y el desapego conducen a la vacuidad, allá donde te fusionas con todo y descubres que la necesidad de reconocimiento o de vanagloriarse no tiene nada que ver con la fortaleza del ser.
La vacuidad o vaciarse de cualquier apego empuja a desaprender pra que salga al descubierto lo que uno fue desde el origen, esa luz pura del alma, tan cristalina que puede llegar a confundirse con lo divino o lo angelical.
Sin embargo, son muchos los que nunca apreciarán o saborearán las mieles de tales virtudes pero cada uno está en su propio camino y el juicio es para los que no han logrado trascender la mente. Por eso debes comprender a los demás (te resultará más fácil, cuando te hayas comprendido a ti misma) aunque no compartas sus puntos de vista, debes tratar de entender las razones de su actuación asi como las tuyas propias y empatizarte con ellos en el hecho de que quizás educada tú del mismo modo y en sus mismas circunstancias, hubieras podido proceder de igual modo. No obstante, el dolor ha sido ese mensajero que te ha permitido comprender al disolverlo y la comprensión es la base de la mente ecuánime, aunque, por supuesto, comprender no implica ni transigir ni ser condescendiente o benevolente ni tan siquiera interferir en las circunstancias ajenas. Comprensión más bien es permitir y no inmiscuirse o desear imponer tu voluntad sobre lo ajeno pues el maestro que impone su criterio no es maestro todavía sino que, sin saberlo, aún precisa ser enseñado. El verdadero maestro lo es sin desearlo y desde la posición del desapego y la sabiduría instruye mediante su ejemplo mientras que los mezquinos abusan de la palabra en una plática donde alardean del poder de su discurso y por su falta de coherencia consigo mismos no siempre practican lo que hablan con tanto afán de dominar. Pero el verdadero maestro lo es por su recto proceder, obedeciendo a la divinidad que lo creó. Él sólo sigue a su verdad sin dejarse condicionar o amedrentar por los comentarios ajenos y esto implica el apartarse de los contrario a la espiritualidad que lo nutre sin dejar de respetar opiniones contrarias a las suyas, permitiendo, así, que cada cual siga su camino sin interferir en ellos ni enjuiciarlos.
Aunque muchos no comprenden como ese maestro verdadero no precisa de la aprobación ajena éste no sufre por ello al no tener la necesidad de reconocimiento ajeno gracias al desapego que lo convierte en un alma libre y desposeída del juicio de los demás y de los protocolos de la sociedad de consumo donde la imagen del ego aplasta al ser, ése que en realidad es la expresión genuina de uno mismo y al qe todos estamos destinados a volver desde el ahora.
El verdadero maestro se da cuenta de la gran enseñanza que transmite la autenticidad, la sencillez o la naturalidad con que fluyen algunas circunstancias y del milagro que existe en todo lo que es, como, por ejemplo, en la belleza de la naturaleza o el crecimiento de las plantas o los animales a quienes considera prueba fehaciente de la existencia de un orden superior que todo lo guía.
El maestro que precisa de seguidores no es tal maestro pues no se ha puesto al servicio del desapego sino al de la vanidad que lo consume al crear un ejército de fieles y sumisos seguidores. Sin embargo, el verdadero maestro sabes que debe de ser tolerante, saber escuchar y alejarse de la rigidez o la estrechez de miras pues ésas son las causantes de muchos males del mundo y es, precisamente, en el completo equilibrio de uno mismo, cuando renace el completo equilibrio ajeno donde todo fluye tan grácilmente como el vuelo de las hadas. Y es en el olvido de lo banal donde el maestro vive la más absoluta de las prosperidades: la del milagro de ser despierto.
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